Se acabo el racionamiento de agua en Bogotá pero, dejó al descubierto profundas fallas estructurales en la gestión del agua, comenzando por los impactos en la salud pública.
La falta de acceso constante al agua potable elevó el riesgo de enfermedades transmitidas por agua contaminada, como diarrea, disentería y otras infecciones gastrointestinales.
Además, la imposibilidad de mantener una adecuada higiene personal contribuyó al aumento de enfermedades respiratorias y cutáneas, especialmente en comunidades más vulnerables.
Las constantes suspensiones y reanudaciones del servicio también deterioraron la infraestructura del sistema. Tuberías, válvulas y otros componentes sufrieron daños, generando fugas y un desperdicio considerable del recurso.
Esta situación puso en evidencia la falta de mantenimiento preventivo por parte de las autoridades y la necesidad de modernizar una red que no está preparada para enfrentar crisis de este tipo. A pesar del racionamiento, el sistema no fue capaz de garantizar un uso eficiente ni equitativo del agua.
Otro de los grandes errores fue la falta de pedagogía institucional. Expertos coincidieron en que no se realizaron campañas educativas efectivas para informar a la ciudadanía sobre cómo racionalizar el consumo del agua de manera responsable.
Esto provocó desinformación, rechazo generalizado a la medida y comportamientos contraproducentes como el almacenamiento excesivo, que agravaron aún más la escasez.
Finalmente, la desigualdad quedó al desnudo. Mientras algunas empresas mantuvieron sin restricciones sus concesiones de agua, cientos de barrios populares enfrentaron cortes prolongados.
Esta injusticia también se reflejó en el daño ambiental: la sequía redujo el caudal de ríos y arroyos, afectando flora y fauna, mientras que el uso de aguas residuales para riego contaminó suelos y fuentes hídricas.
Todo esto plantea la urgencia de reformar el modelo de gestión del agua, que sigue privilegiando intereses económicos por encima del derecho al agua de la población.