Un día, Estados Unidos comprendió que ni siquiera una superpotencia militar podía permitirse un enjambre de pequeñas guerras díscolas y creó USAID. Otro día, entendió que, salvo en invasiones estratégicas y rentables, era más efectiva la zanahoria que el garrote, y creó USAID.
Luego, ciertos hombres astutos en Washington notaron que el antiimperialismo prende con facilidad donde hay hambre y que, en economías frágiles, unos pocos dólares pueden convertirse en una fuerza descomunal. Ese día, USAID se consolidó como la gran maquinaria de la cooperación: dinero a cambio de influencia.
Después descubrieron que con esos fondos podían disputar a las izquierdas locales el control del terreno social y atraer a los progresistas. USAID dejó de ser el enemigo y empezó a verse como algo bueno. USAID no solo fue útil, se volvió imprescindible.

En Estados Unidos, funcionarios y políticos reconocen que la agencia es una “fachada de la CIA”. Se ha hecho publico lo que siempre se supo, y son los trumpistas quienes lo dicen: USAID está diseñada para desestabilizar gobiernos. Esa es la clave. Su dinero y asistencia social no son solidaridad, sino inversiones en lealtades y colaboradores.
Quienes defienden su continuidad alegando que los desposeídos sufrirán sin su ayuda solo confirman lo obvio: no es ayuda. Nunca lo fue. USAID cumplió su propósito: crear una dependencia que jamás debió existir.
El cierre de USAID no es un gesto de no intervención, sino el preludio de algo más oscuro. Trump no está desmantelando la estrategia, solo está cambiando de táctica. Reorienta los fondos y deja claro que, donde antes había zanahorias, ahora habrá garrotes.